El riesgo de escribir - Diego Meret, autor de En la pausa

I
Un amigo que escribe poesía, una tarde de sábado, me estuvo hablando sin tregua acerca del riesgo de escribir. Hasta entonces no había pensado nada acerca de qué es asumir o cuándo uno asume el riesgo de escribir. En resumidas cuentas, me dijo que escribir era peligroso, que a veces uno termina desnudo acabado el texto. Y entonces ahí es cuando hay que bancarse lo que venga. “Bancarse lo que venga”, me dijo. Y mi amigo le tiene tanto miedo a eso, que casi nunca escribe. Pero el problema es que no acaba en ese “no escribir” el asunto, porque negarse a la escritura para él es el verdadero problema. Cuando no escribe anda con un humor insoportable, así que todos los que lo conocemos imploramos por que asuma el riesgo de escribir.
II
Esa misma tarde de sábado, luego de que mi amigo me dejara, volví caminando a mi casa. Abstraído, con la mente en este asunto del riesgo de escribir. No estaba cerca de mi casa cuando nos despedimos, a unas veinte cuadras más o menos. Iba lento con mis pensamientos por no sé qué avenida. Tomé por una calle que cruzaba la avenida y tuve que bajar al empedrado porque no bien doblé me topé con una obra en construcción. Un tipo, subido a un andamio, pegaba ladrillos en el frente. Debía estar a unos quince metros del piso. Me frené porque me gustó verlo pegar ladrillos. Lo hacía con una suavidad tal que daba la impresión de que se movía dentro de una pecera. Trabajaba en silencio. ¿Cuándo, a qué edad habrá pegado su primer ladrillo?, pensé. Era obvio que antes de pegar el primero había sido espectador, tal vez de su padre o abuelo albañil. No hay destreza sin estudio y práctica. Ningún ruido y los ladrillos iban cubriendo el revoque. Se me ocurrió pensar que lo estaba leyendo… y al pensar eso, el tipo se dio vuelta –como si le hubiese chiflado–, perdió el equilibrio y cayó del andamio. Al piso sin escalas. El primer segundo después de la caída fue de desconcierto. “Qué hice”, me dije en voz baja. Pobre flaco. No se movía. Me acerqué rápido, a las zancadas y vi que respiraba agitado y que tenía pausada una expresión de pánico. Desde arriba, muy boludo, le dije que iba a estar bien, y no me acuerdo si me insultó o me dio las gracias. Salieron de la obra otros albañiles, le pusieron un trapo debajo de la cabeza y le dieron agua. Eso fue lo que hicieron: le dieron agua y el recién caído empezó a revivir. Me ofrecí a llamar a una ambulancia, pero me dijeron que no hacía falta, ya la habían llamado ellos. Me despedí ofuscado. Nadie me dio bola. A los pocos pasos de alejarme, el caído ya estaba de pie, tomándose la cintura con las manos. Me reté. “No leer personas reales”, balbuceé. Marqué el número de mi amigo poeta mientras caminaba y me retaba. Atendió al toque. “Hay algo más peligroso que escribir”, le dije. Dale, qué, me dijo. “Pegar ladrillos es más peligroso”, largué inseguro. Mi amigo poeta es serio y no aguanta porque sí cualquier estupidez y además con mis estupideces suele ser muy poco tolerante, por eso lo largué inseguro. Pensó que lo estaba gastando, supongo, y cortó la comunicación mientras yo balbuceaba acerca del episodio.
III
Varios días después mi amigo poeta se dignó a responderme un llamado. Es tan poeta que habla y viste como poeta; y, cuando hablamos por teléfono, hago un esfuerzo grande por no imaginármelo haciendo gestos socráticos, solo en la pieza que alquila por el Centro con el tubo del teléfono pegado a la oreja, y vestido con túnicas y con la frente laureada. Como atendió seco, seguro que con el entrecejo fruncido, le pregunté, respetuoso, si interrumpía algo. ¡No!, me dijo, a modo de queja, y agregó: “no estaba escribiendo”. No le había preguntado eso, pero por las dudas no se lo hice notar, ya bastante intratable se mostraba como para andar ahondando en el asunto del “no escribir”. Fui al grano. Lo cité en un bar, ahí cerca por donde él vive, para hablar o aclararle un poco lo que había dicho acerca de los ladrillos. Me dijo que no le hablara más de ladrillos, que cada vez que escuchaba la palabra ladrillo, luego, no podía dejar de pensar en ladrillos. También me dijo que los pensamientos se le volvían rojos. Acordamos la hora y cortamos. Salí murmurando que tal vez no era una buena idea encontrarme con él. Entre otras cosas porque tampoco yo estaba de buen humor. De cualquier manera, pese a mi mal humor y al murmullo, salí o no retrocedí o terminé de salir, digamos. Como siempre que me citó con alguien, llegué al lugar primero y con mucho tiempo para estar sentado y sin saber qué hacer. En general llego media hora antes de la hora acordada: y a veces doy vueltas manzana, a veces me hago el que mira vidrieras, otras veces compro diarios (y yo nunca compro diarios), y otras espío desde lejos la llegada de quien espero (y voy al encuentro canchero, como quien tiene la vida muy cargada y llega con lo justo a todos lados), y otras veces sólo me siento a esperar. Y hay cosas que no puedo hacer. Cuando espero a alguien, por ejemplo, no puedo leer ni escribir. Nunca pude. Sí puedo sentarme en actitud lectora y abrir un libro, pero, aunque mis ojos sigan el recorrido de las líneas del texto, no leo. Esperando, hago que leo. Entonces, miro como un idiota a la gente pasar. Y encima, como me da vergüenza que me crean “un tipo que no hace nada sentado en un bar”, que me crean sospechoso de vaya uno a saber qué cosa, gasto fortunas en tortas y demás postres que se van acumulando en mi mesa. Había contado ciento diez mujeres contra cincuenta y seis varones cuando entró mi amigo. Entró cejijunto y con un bolso lleno de libros. Lo del bolso lleno de libros lo sé porque lo conozco. Nunca sale de la casa con menos de seis libros. Digo seis por poner un número, pueden más de seis, claro. Para mi sorpresa, entró pisando fuerte y me saludó enérgico: estaba contento. Los codos apoyados sobre la mesa y el cuerpo inclinado hacia mí, a modo de confesión, me dijo: “escribí”. Vamos todavía, festejé. No seas boludo, me retó, un tanto paranoico por mi reacción. Tiró un cuaderno sobre la mesa y lo abrió. Escuchá, me dijo. Leyó un poema breve:
Como el que pega albañil.
Y un ladrillo no.
Como el que ve.
Y se confunde en el no.
Como el que cae.
Y un ladrillo no.

Leónidas, susurré. Sí, me dijo: ¿viste? Me dejó pensando. Casi un minuto pensando. Qué, pregunté. “Lo que me dijiste el otro día”, aclaró. No te dije eso, me escudé. Siguió: “primero pensé que me estabas gastando, pero me di cuenta, más tarde, de que lo que habías visto fue el corte lamborghiano”. Asentí como ausente, sin entender. “¡Que viste un verso, no, un verso no, viste el corte de un verso, chabón!”. Como yo seguía ausente, dejó escapar unos cuantos exabruptos más. Incluso me pareció, por una suerte de movimiento contenido, que estuvo a punto de cachetearme. Harto de mi cara de pregunta, pasó a explicarme. “El hueco donde iría el ladrillo que el tipo no llegó a pegar es el sentido de escribir, y la caída, el corte”. Sí, lo interrumpí, pero casi se mata. “No importa, no importa, ése es el riesgo de escribir”, y concluyó: “hay que quedarse con el ladrillo en la mano”. Me quedó boyando la imagen de un obrero que por plagiar a un poeta estuvo muy cerca de perder la vida.