Tiempos y formas entre la literatura y hacer escribir - Rosana Bollini

En La grande, la última novela de Saer, que leí hace poco, empecé a notar después de un tiempo el vuelo de las mariposas. Es algo que se menciona y se reitera en la primera parte, pero no es posible dar pruebas de ese movimiento. Igual que en otros casos, encuentro en sus textos formas y efectos difíciles de caracterizar. Es una experiencia misteriosa que tal vez se explica porque como el propio autor dice las narraciones son objetos. Es la explicación que traté de darles a esos efectos poéticos de sus relatos, más allá de las sensaciones que recrea o traduce o hace renacer como experiencia según él mismo se propone. Más allá, también, de las emociones que el texto produzca por la historia o lo que haga evocar a cada uno, más allá de que se aclara que la novela no está terminada y la finalización se mezcla con la estadía del escritor en el hospital, yo encontraba una emoción suplementaria, que se presentaba por encima, un efecto que no era mental pero en el que tuve que pensar para aclarar qué era. Yo percibía el movimiento de las mariposas que se desplazan en vuelo y cada tanto descansan, se detienen para posarse en alguna parte, pero no solamente en el momento de esa descripción sino como una forma móvil que se había apoderado del resto de lo que se iba narrando. Las mariposas en el texto son amarillas y para mí eran blancas. Y en un determinado momento esa forma desapareció.
Buscando otro relato en el que Saer ha hablado ya de mariposas leo al azar una frase suya que dice que la totalidad del arte es de naturaleza pulsional y no ideológica. Pero la cita que quiero está en un texto que se llama “Recuerdos”, en La mayor, y es básicamente un ensayo sobre el recuerdo. Leo: “Hay muchas clases de recuerdos. Por ejemplo, recuerdos globales. En mi infancia en las siestas de verano, mis tíos llegaban en auto del pueblo vecino y el radiador niquelado, que brillaba al sol, estaba lleno de mariposas amarillas, aplastadas entre los alvéolos de metal. La representación que me queda no corresponde a ningún acontecimiento preciso. Es un resumen, casi una abstracción de todas las veces que vi radiadores llenos de mariposas. Y sin embargo, es un recuerdo.” Esta cita brevísima condensa rasgos fundamentales de la narrativa de Saer: la capacidad de representar una sensación para que sea a su vez nuestra experiencia al leer, la violencia como un orden que se impusiera y que estamos casi obligados a soportar, la impavidez con la que logra estar distante para decirlo.
Ir de un texto a otro es común para el que lee. A esta altura del año, entre agosto y septiembre, voy dejando atrás algunos textos narrativos y empiezo a centrarme en los ensayos. Me quedan, por ahora, los recuerdos de Facundo. Pero me siento un poco como el novelista que describe Benjamin: en soledad y sin posibilidades de dar consejos. Reconozco que trabajan de manera muy íntima los residuos de la tradición por medio de los que realizo mis selecciones de lectura o doy a leer los textos que me parecen cruciales en algún derrotero de la narrativa o el ensayo. A partir de ellos, se pueden o se podrían incluir otros, nuevos o anteriores, en diálogo armónico o disonante, y haciendo pie en alguna decisión sobre procedimientos o formas. Pero persisto en autores, aunque vaya variando lo que elijo para leer. Esta persistencia que es como una estadía prolongada, quizás también proveniente de mi experiencia de haber escrito literatura, me otorga cierta familiaridad y cierto atrevimiento a la hora de pensar qué maniobras se pueden hacer con los textos para retomarlos después de una lectura, qué escrituras se pueden proponer para dar cabida a tantos efectos que esos textos promueven y sobre todo qué modos hay de recuperar, para mí como una curiosidad, algo de ese orden personal de lectura que cada uno posee y muchas veces y cada vez más resulta imposible de expresar. Es decir, qué resulta de un texto cuando desatamos su potencia y que solo puede ser recuperado y construido (antes no existía, digamos) por medio de la palabra en esa otra experiencia con la literatura que es escribir a partir de ella. No se trata solamente de pensar si alguien proseguirá o no en ese terreno sino de entender una clase o una secuencia de clases como una serie de encuentros únicos, a veces mejores, a veces peores, con la literatura, uno de los pocos espacios que quedan para dejar que la literatura se realice aun con las imposiciones que le marca un ámbito formal pero que son a la vez las que pueden establecer las coordenadas para un acontecimiento que estaría destinado a desaparecer o a quedar subsumido en un orden más que perecedero, ínfimo, subjetivo y por eso mismo y como suele suceder, descartado. A esta experiencia apuesto, aún sin que me lo proponga en forma explícita, cada vez que trabajo con la literatura.
En esa secuencia un poco monótona, un poco reiterativa, pero siempre singular de las clases de una materia o de un curso se pueden imaginar entre la lectura y la escritura relaciones distintas de las que ideamos para un espacio de talleres, con el que asociamos casi siempre como única la posibilidad para una presencia, una progresión o incluso el descubrimiento de esta práctica. En el nuevo escenario, las relaciones son muy estrechas pero a la vez pueden discontinuarse y apreciarse un grado de avance en la soltura o en la identificación de problemas al escribir a través de un texto posterior. Digamos que son relaciones más abiertas pero a las que se puede volver claramente quizás por la carga de intensidad que produjeron, por los aspectos nítidos, específicos con que se demandó ese escrito. Pero sobre todo porque el pedido está muy ligado a rasgos peculiares de lo que se está leyendo. Recuerdo un encuentro con docentes, maestros y profesores, en el que leíamos La mayor y sin que estuviera siquiera contemplado porque era un encuentro de lectura, pedí que escribieran algo bastante personal a partir de uno de los textos. Era sobre todo el silencio, casi ningún comentario, lo que me llevó a hacer aparecer esas voces, a forzar una participación. El texto de Saer en realidad impone un poco el silencio: son textos raros, entre poéticos y ensayísticos, con mucha ruptura de formas. En alguna medida en esos silencios la gente está pensando en sus lecturas y no hay que evitarlo. Sin embargo, esa escritura que irrumpe empieza a diseñar el espacio para que alguna voz lectora se consume, para quebrar esa dificultad del texto que inhibe, con razón, y entonces hace que el silencio se prolongue demasiado. Esa irrupción, esa presencia no programada de la escritura viene a plantear un quiebre, una continuidad distinta. Y por otro lado, da vueltas la cuestión de cómo hablar de literatura, de lo que se lee, o de lo que han provocado textos tan complicados, con qué saberes, con qué discursos se pueden exponer, así que también es válida para que no se unan ambas cuestiones en un confuso problema. Se trata de consignas sacadas del fragor de la lectura y en medio de tensiones que son inaugurales. Si se pide que escriban sobre lo que ha provocado la lectura se obtienen pequeños materiales muy diversos, bien distintos sobre esos efectos. No hay homogeneización. Si se piden textos que además condensan mucha intensidad emocional la escritura hace aparecer pequeñas dimensiones que liberan con las palabras propias algo de esa carga, de esa dificultad que muchos textos de la literatura provocan.
Buscando una escritura que me permita retomar un texto que se dio a leer y enterarme a la vez de cómo lee alguien, es decir, que obligue a poner en práctica una voz cercana al comentario, la crítica o el análisis pero en ninguno de sus formatos más estandarizados con los que no obtendría lo que me parece más relevante, invento algunas formas sencillas en las que me anticipo al malestar que algunos de esos materiales produce y expresamente indico que presten atención a los momentos en que sienten molestia, enojo o sorpresa cuando leen para que puedan tramar ambas dimensiones. He logrado trabajos muy interesantes en estos extraños formatos, que no renuncian a las descripciones formales y logran expresar una posición lectora como algo que han experimentado.
En el ejemplo que voy a tomar ahora una intención similar me hace formular una propuesta pero en una secuencia de clases. Los alumnos son estudiantes de traductorado y ya saben que no se trata de que les guste lo que leen con tal que expongan en qué consiste lo que les disgusta. Se trata de promover modos de referirse al texto de los que disponen aunque no puedan reconocerlo antes de escribir e incluso que intenten crear otros para expresar sus expectativas como lectores, lo que resulta lento por la sintaxis o una descripción morosa, la abundancia de comas, el final de un texto que termina raro y, por último, cómo se comunica cierta intimidad para que sea, a su vez, leída y evaluada. Los estudiantes son, básicamente, perseguidores de normas, de puntuaciones que no se acatan, de estructuras sospechosas, son en principio rígidos, estrictos, buscan quizás lo que está mal. Eso los molesta, así que son lectores atentos pero no están previamente enamorados de lo que van a leer aunque haya excepciones y temporadas más favorables. Hemos considerado algunos de estos aspectos como propios de la formación, en contacto con materiales teóricos sobre la lengua, el discurso y, por supuesto, categorías literarias, mientras se hace la lectura en las clases. Pero, como también saben, en esta etapa practicarán una modalidad borgeana, sin mediaciones bibliográficas específicas, para que cada uno tenga que crearse su lectura.
El alumno recibe una consigna que dice “Escribir el diario de lectura de Glosa, organizado en tres partes”. Se aclara que las tres partes corresponden a las tres partes en que está dividida la novela de Saer para que se sirvan, si lo desean, de narrar cada zona de lectura en correspondencia con la estructura de la novela. El diario no tendrá más de tres carillas y media o cuatro, de modo que eso los obligará a condensar, a pensar qué decir, a rodear un concepto, a crearlo, a medida que escriben. No hay muchas más indicaciones: para que tengan que plantearse solos las preguntas y para que sean más libres de registrar lo que les fue pasando al leer. Los alumnos no parecen muy predispuestos a la literatura, casi nunca en estos tiempos, y aunque en parte la han elegido, no se sabe muy bien qué les ha causado. Hay que cambiar las condiciones para que relean o lean fuera de la clase y saquen su conclusión. A ver si pasa algo. Por otro lado, esa manera de hacer escribir parece surgida de estas señales, que indican que así se puede lograr algo, que hacen pensar que no se puede extraer mucho más si no se da una vuelta fuerte. Porque los dos grupos son muy buenos pero la corriente amorosa entre los participantes y el material fluye y se atasca como siempre, cae en zonas gratas y otras veces en zonas violentas, agresivas, sobre todo cuando cristaliza la figura del docente que busca la ignorancia. En la devolución, dicen varios que nunca habían escrito un diario de lectura, que no sabían cómo hacerlo. Les digo que es lógico, que es un género que solo pueden eventualmente practicar los escritores, que más bien escriben o han escrito diarios y que en ellos registran sus lecturas, pero que este es un género de ficción que les propuse deliberadamente para que tengan que hablar del texto de una manera no convencional y que, por lo que se ve, predomina la reescritura del argumento más que un lector que comenta, describe o juzga lo que lee. En la mayoría de los casos, la respuesta es que no se animaron, que dudaron. En la mayoría de los casos, reconocen que esas son las dos zonas formales entre las que se movieron: resumir el texto, relatar la experiencia. Hay quienes jugaron con el pastiche, en el sentido de imitación de estilo, para formular total o parcialmente el comentario, para poetizar un poco. Recién con esta escritura se manifiestan rasgos de interés, de consideración por lo leído, fuera de parámetros previos. Se empieza a notar que hay lectores. Después del intercambio, les digo que advierto que sobre todo no se animaron a construirse una voz, a inventarse una voz, que cualquier escritura les va a exigir eso. Aunque probablemente les suene a una sobreindicación, a nada, por ahora, demasiado claro, logran decir que nunca tuvieron que escribir un texto tan personal, tan subjetivo. No es la primera vez que escucho esto y es una clave del asunto.
Ahora que pasó lo peor de la tormenta, algunas alumnas me dicen que les resulta más fácil leer a Arlt que a Borges, el Arlt de los aguafuertes, pero el de Los siete locos también, por la lengua, que encuentran similitudes con Marcelo Cohen (otro de los autores elegidos) porque hay palabras raras, desconocidas e inventadas, y que les pasa lo mismo con Shakespeare y Dickens, que el primero es más complicado. Armamos conversando nuestro espacio sobre la tradición, que es un pequeño tablero donde comparamos formas, hacemos conexiones y medimos efectos de lectura. Saben literatura inglesa porque están en el traductorado de ese idioma; pero no siempre se entusiasman, aunque más de lo que parece ser recomendable para una profesión que se va transformando en algo casi imposible por el predominio del mercado español.
Puede decirse que intento caracterizar una poética que contiene algunas tramas abiertas, en este caso porque se trata de hacer escribir dentro del orden que diseñan las clases con sus líneas surgidas de las lecturas, los comentarios, las teorías y la literatura, es decir, en medio de un conjunto de elementos que se mueven, entre los que el docente, en un momento, establece una resolución y acota una escritura. El trabajo resulta más aleatorio, menos calculado, aunque la escritura esté siempre prevista, pero en lugar de pensarse desde sí misma, como separada, se plantea en el cruce de una dinámica o una marcha (la del curso que se viene dando), a la manera, por ejemplo, de un cierre que se instaura para concretar, retomar o atrapar algo disperso y entre las estructuras que están o se han puesto a funcionar, que han ido produciendo una lógica. A partir de esto se establecen unas coordenadas que crearán las condiciones en las que se realizará, en las que el otro realizará, la experiencia de escribir. Creo que siempre que pensamos en una tarea de escritura, estamos estableciendo unas condiciones para que alguien realice esa experiencia, por eso me inclino por la idea de que hacemos que alguien escriba, no enseñamos sino que le procuramos la posibilidad de ir aprendiendo por sí mismo a partir de esa práctica.
La escritura tiene que mantener esa zona de desequilibrio que le corresponde porque sería engañoso presentarla como neutra. Pero también se trata de ir creando una manera de tratar con ella, de trabajar en ella, de conocer sus asperezas y sus felicidades.
Paradójicamente, para que ocurran ciertas cosas, hay que ubicarse afuera de la enseñanza, ir más allá: ahí se advierte que uno está en mitad de un funcionamiento, en un campo de fuerzas que trabajan y en medio de esos cruces va a extraer o a establecer, a proponer o a dar una orientación, una conducción a esas corrientes desatadas que parecen tener sus reglas, sus puntos de fuga y sus potenciales modos de creación. Por eso me gusta pensar la escritura instalada en una materia, no necesariamente como tarea en presencia sino como surgida de una trama que puede no estar prevista en su totalidad. Es más, la cuestión es que una propuesta para hacer escribir, en un momento dado, puede producir un cierre, una consumación o un giro a lo que viene ocurriendo. No se trata de que no se presuponga sino de que no está tan prefijada su aparición. En este sentido, es como si no tuviera desde el comienzo una finalidad o no obedeciera a una finalidad específica sino que a raíz de haber permanecido durante años en un territorio uno pudiera dejarse llevar y conducir entonces a los otros a una empresa un poco desconocida. De estos entrelazados de zonas de prácticas se pueden construir otras que resulten enseñanzas, experiencias. Nunca estoy segura y no encuentro respuestas tan rápidas, inmediatas. Las veo dispersas o instaladas en otras escrituras, en otras lecturas. Y solo yo las reconozco. Solo a mí me sorprenden tanto. Eso creo.
Sí son perceptibles ciertas maneras de la irreverencia en la franqueza con que un comentario manifiesta su proximidad con lo leído, o la soltura que se muestra en un escrito que se dejó conducir por el humor, como guía natural e inesperado. Ese acercamiento es parte del trabajo que hacemos con la literatura, simplemente al darla como si hubiéramos cumplido con un acto de liberación.