Turba de Vampiros - Jimena Busefi, autora de Contra el revés del cielo

Buenas noches. Mi nombre es Jimena Busefi, alguna vez en este mismo lugar, en el marco de otras Jornadas y durante una actuación con el grupo de teatro que se había formado en el IES, fui Beatriz Viterbo. Pero hoy me presento con otras intenciones. En realidad, presento mi novela, producto de años de asistir a un taller que marcó mi vida personal y , por supuesto, también mi formación docente. Antes de empezar a hablar quiero agradecerle a Paula Labeur por esta segunda invitación a las Jornadas. Es gratificante sentirse incluido en la vida académica de la institución. Justamente yo escribí la historia de una gran excluida, de un personaje que circula al “costado del camino” buscando, como todos, su lugar en el mundo. La novela no es el único fruto de mi asistencia a talleres, por supuesto. Es, a lo mejor, la coronación de un ciclo y el resultado tangible, concreto, de tantos años de trabajar con la escritura sin saber exactamente adónde irían a para todas esas palabras que sólo encontraban asidero en alguna reunión familiar o de amigos. Pero a todo eso había que darle una forma, imprimirle seriedad, corregirlo. Creo que, sin saberlo, asisto a talleres desde que tengo uso de razón. Porque siempre busqué tener con quien compartir mi escritura y rodearme de quienes me podían mostrar lo suyo, también. Aunque fueran devaneos o disparates, escuchar relatos y contarlos fue un juego experimentado desde siempre. Sabemos que desde la primera infancia se atraviesa el camino de la construcción de mundos ficcionales. En algunos ese juego perdura, insiste, hace ruido hasta que puede dársele curso en su verdadero espacio: el taller de escritura. Espacio incómodo si los hay...al menos en un principio. Porque cuando uno aparece con sus poemas o sus cuentos sin terminar ante un grupo de desconocidos se siente en ridículo pero a los pocos minutos o después de un par de encuentros se de cuenta de que está en el lugar correcto: rodeado de pares, de seres que también quieren dar vida sus mundos internos, a sus ficciones, personas que también pueden pasar una noche entera pensando cómo llamar a un personaje, puliendo un diálogo o corrigiendo una coma. Asistí a muchos talleres en mi intento por escribir “con seriedad” o “profesionalmente”. Algunos eran como las reuniones: encuentros para aplaudir una idea ingeniosa o un lindo poema. Pero nada más. No se ahondaba, no se pulía, no se corregía. Otros eran meras construcciones utópicas en los que siempre se hablaba de la ilusión postergada de una revista grupal o una edición conjunta. Muy rápido me daba cuenta de que estaba perdiendo el tiempo. Además, yo coordinaba una suerte de taller virtual telefónico con amigos que teníamos la obligación de dictarnos un endecasílabo cada noche. Así escribíamos sonetos de temas muy variados y, a veces, muy ingeniosos, que quedaron dando vueltas por ahí. Desidia o interminables cuentas de teléfono nos hicieron desistir de ese plan que, a pesar de todo, dio resultados interesantes. Finalmente tuve la suerte de conocer a mis grandes maestros. Hace seis años, por casualidad, encontré “Coronadas de Gloria”, un libro de cuentos de Alejandra Laurencich y me contacté con ella. Empecé a asistir a su taller más por ganas de conocer a alguien que escribiera que por escribir yo. Venía de varias deserciones a otros talleres y lo que más buscaba, en realidad, era conocer gente con proyectos de escritura, saber cuál era la “movida literaria”. Sabemos que la carrera de letras forma críticos y docentes pero no escritores. Yo necesitaba imperiosamente el espacio de escritura creativa, la cercanía de escritores jóvenes, el contacto con autores contemporáneos, la lectura de autores que en la carrera no veíamos. Casi sin darme cuenta empecé a ser una fiel asistente al taller de Alejandra que todos los jueves llegaba a un bar de Palermo a desayunar y leer lo que había escrito en la semana o, a veces, nada más, escuchar los textos de otros. Tuve la suerte de conocer a esta maestra que además de una escritora prolífica es una mujer inteligente que captó enseguida mi sensibilidad. De a poco, ella fue llevándome del mundo de la poesía al de la narrativa. Mis primeros textos estaban carados de retórica, frases hechas, giros decimonónicos...escribir bien era, según yo creía, escribir de una manera compleja...empastada. Aunque mi sintaxis fue modificándose el discurso poético seguía dando vueltas, la poesía era una presencia a la que hubo que difuminar, convertirla en pinceladas que contribuyeran en los escenarios y dieran clima al relato. Me parecía, en esos primeros tiempos, una aberración escribir con frases cortas y prescindir de conectores, subordinadas y adverbios de modo. También usar verbos simples y pocos adjetivos. Me costaba aceptar aquello de que “lo más difícil es escribir fácil”. No hacerle trampas al lector fue una de las primeras pautas del taller. No buscar tanto el golpe efectista de un final inesperado sino saber que, las puntadas de buena literatura podían aparecer en una descripción austera, en un diálogo breve, conciso en el que el mundo del personaje pudiera vislumbrarse...como la punta de un ice-berg. Definitivamente incorporé aquello de que escribir no es lo mismo que escribir bien y escribir bien no es, siempre, hacer literatura. Si no cualquiera aprende ciertas reglas y se compra un manual de estilo y ya está escribiendo. El taller contribuyó en este aprendizaje y abrió el camino de una nueva forma de lectura. A lo mejor, más que como “escritora” (por decirlo de algún modo) me formó como lectora. De a poco mi registro fue ganándose un lugar y empecé a producir relatos con un tono más despojado que, además, se leían con velocidad, dejaban con ganas, abrían una puerta a próximos capítulos. Empecé a escribir intentos de novelas; ciertos personajes fueron imponiéndose y cobrando protagonismo en las historias. Cuando creía estar escribiendo ficción mi realidad se imponía pero cuando creía escribir algo autorreferencial...era la ficción la que se imponía.
El taller desplegó un abanico de posibilidades, de nuevos universos: uno, por supuesto, el de la escritura. Otro, el del contacto con gente que amaba la literatura; otro fue el mundo de los concursos. El vértigo de adjuntar en un sobre tres copias de un cuento firmados con un seudónimo y un sobre con mis datos personales para enviarlos con la esperanza de tener una mención en un concurso. Después, fue el mundo editorial. Recorrer con el anillado de mi novela editoriales chicas que prometían alguna posibilidad a autores noveles fue todo un tramo de este maravilloso camino. Mi maestra fue una guía generosa y jamás escatimó contactos ni datos que pudieran sernos útiles a los futuros escritores. Apostó a mí y a todo el grupo con verdadera honestidad. Con el mismo rigor que tenía a la hora de decirnos “esto no va, ese texto no lleva a ninguna parte, empezá todo de nuevo, cambiá el punto de vista, corregí, corregí y corregí.” A los años de estar en taller, empezaron también mis primeras prácticas docentes. Ser profesora era una actividad nueva a la que sin dudas contribuyó mi ejercicio con la escritura. Sabía que enseñar a un alumno los verbos era tan importante como enseñarle a lograr una descripción acertada o el tono en el habla de un personaje. Aprendí que leer el borrador de un cuento de un alumno requería tanto respeto como leerle el texto de un autor consagrado, y que leerle un cuento de Poe o de Cortázar implicaba también ayudarlo a espiar por la cerradura de ese universo, a dilucidar una trama y vislumbrar un marco estético. Era tanto mi entusiasmo y tan “tesonera” mi búsqueda laboral que un día surgió en el taller la idea de formar mi propio taller. Intentamos borradores de un programa que brindará la posibilidad de herramientas básicas de escritura a personas que nunca hubieran tenido una posibilidad de acercarse a la literatura. Verme de pronto en el rol de coordinadora fue un nuevo desafío. Ese espacio que, con altibajos, sostengo hasta el día de hoy me otorgó también nuevas perspectivas. Yo seguía escribiendo “todo”. Decir “todo” es recorrer distintos géneros, intentar cuentos, relatos, crónicas, llevar un diario personal, trabajar la métrica una y otra vez. Creo que hubo un tiempo en el que sólo hablaba en endecasílabos y mejor si era con rima asonanate. Pensaba que con un policial podía escribir un best-seller, soñaba con un relato de ciencia ficción y con un libro de poemas pero...los capítulos dispersos de una historia en la que se plasmaban algunas experiencias personales y un montón de ficciones, ganaron. Tomaron forma y así terminé mi primera novela. Yo visitaba en esa época a una conocida que vivía en una casa viejísima en Monserrat. Cada vez que subía al ascensor me imaginaba quiénes vivirían ahí, sabía que funcionaba en el edificio una suerte de hostel que recibía a estudiantes extranjeros. Pero yo siempre me cruzaba con un chico hosco, torpe, callado, poco agraciado. Apenas me saludaba cuando me veía. Decidí transformarlo en un joven bello, intelectual y sensible. En el “héroe romántico” de mi historia. En el texto él estaba apenas un tiempo en la vida de la protagonista. Ese personaje es una presencia desde la ausencia, me dijo mi maestra en su momento. Y no sé cómo el recorrió toda la novela paralelamente a un poema de Eliot que habla del desencanto de una generación.
También había escrito algunos monólogos y los había mandado a las convocatorias de Teatro X la Identidad. Increíblemente fueron representados. Uno de ellos con total sorpresa para mí, otro no con tanta sorpresa pero sí con la gratificación de que haya sido declarado de interés cultural y llevado a escena en distintas salas. El taller sin dudas y tal vez más que nada, me formó como crítica. En la dinámica de las clases era tan importante escribir y leer algo propio como opinar sobre un texto ajeno. Atender, estar alerta a los silencios y los fraseos de otros, dar la opinión justa, la devolución....esa respuesta que tanto anhelamos los que escribimos era protagonista. En el taller nunca se decía “fulanito escribe bien” pero sí se comentaba siempre que alguien “criticaba bien.” Ese alguien era el blanco de todos, el que podía darnos una crítica constructiva y adulta. Creo que aluna vez Jorge Luis Borges dijo, en sus tiempos de profesor de literatura inglesa en la Universidad: “yo no enseño literatura, enseño el amor por la literatura.” Es mi mantra interior y silencioso cada vez que me paro al frente de una clase. Por eso creo que sin haber caminado el trayecto de taller de escritura creativa no podría ser docente. Porque así como existen contenidos curriculares, movimientos y autores que integran el canon de los contenidos curriculares, también hay voces dando vueltas por ahí que merecen una escucha respetuosa. Hacer taller me mostró el camino del arte, un camino que no se cursa en ninguna materia y constituye la apertura a una sensibilidad nueva, a una mirada particular. El talle fue un pasaje al mundo del cine; Alejandra Laurencich es, también, guionista, y este oficio estaba presente en sus correcciones. Planos episódicos, dinámica de guión, no aburrir, no abusar del lector jamás. Gracias a ella conocí, en algunos casos hasta personalmente, a los autores de la nueva generación, me contacté con editores honestos que dan un espacio a los autores jóvenes, pude darle flexibilidad al discurrir de mis clases. Mis alumnos participan activamente del aula taller que, a veces, formamos. Tal vez editar haya sido apresurado o una osadía pero creo que es el cierre que corona un ciclo. Leí que el pensador francés Michel Tournier escribió que “editar un libro es soltar una turba de vampiros sedientos que irán a posarse ante esos otros vampiros que son los lectores.”. Apoyo la idea de soltar vampiros, de escribir para no salir a poner bombas parafraseando a Arlt, y estoy segura de que el lugar para llevar a cabo estos actos es, sin dudas, el taller de escritura creativa.