Taller literario - Martín Sancia, autor de Breves historias de animales...

Hace mil años, cuando tenía dieciocho, decidí ir a un taller literario. Como en esa época no tenía relación con nadie que pudiera recomendarme uno, utilicé un criterio de búsqueda que hoy me causa mucha gracia. Decidí que el taller al que yo debía ir tenía que quedar en San Telmo. Eso era lo más importante. Que quedara en San Telmo. Si era cerca de la casa en la que había muerto Luca Prodan, mejor. Así que circunscribí mi búsqueda a un territorio de seis o siete manzanas.

Lo segundo para mí eran mis compañeros. Porque yo, en realidad, y eso es importante que lo confiese de entrada, más que formar parte de un taller aspiraba a ser parte de una vanguardia. Un movimiento vanguardístico. Una nueva poética. Una nueva respiración. Por lo tanto, mis compañeros serían fundamentales. Tan fundamentales como San Telmo y la cercanía de la casa en la que murió Luca Prodan.

Lo tercero, ahora sí, era el profesor, o coordinador, o factotum, o amo del taller. No quería un viejo. No podía relacionar la vejez con la vanguardia, así que el profesor tenía que ser joven. Menos de cuarenta. Flaco. Debía vestirse con ropa rara, estar siempre despeinado y tener siempre cara de haber pasado siglos sin dormir. Ese era el profesor con el que yo soñaba.

Así que empecé a buscar.

Después de tres o cuatro entrevistas que no viene al caso relatar, caí en una casona que quedaba a dos cuadras del bar Británico. El volante que promocionaba los encuentros decía lo siguiente: ¿Sentís algo dentro muy fuerte que necesitás arrancarte? ¿Querés que los demás sepan qué pensás del mundo? ¿Te gusta volar con la mente? Entonces sos uno de los nuestros. Taller Literario “La nómade”.

Me pareció genial. Quedé como embrujado por ese volante. Sin dudas, ese era el lugar indicado. Un taller al que tranquilamente podría haber asistido en su juventud cualquiera de los integrantes de la generación beat. Un taller bien under, digno de Bukowski, de Genet, de Lamborghini, que eran los escritores que más leía en esa época.

Los encuentros se realizaban los martes a las diez de la noche. Llegué temprano, a las diez menos cuarto.

El profesor, tal cual yo quería y necesitaba, era joven, flaco, despeinado e insomne. Me hizo pasar, se presentó, y, antes que nada, me hizo una pregunta que me descolocó:
—¿Qué es lo que buscás en un taller?
Me quedé en silencio. Ahora que me lo ponía a pensar me parecía tonto lo que yo buscaba. No podía responderle que buscaba ser un vanguardista. Tampoco podía decirle que quería escribir cuentos mejores que los de Onetti. Que quería que la escritura me comiera el cuerpo. Que quería enloquecer escribiendo una novela. Como siempre que me hacían una pregunta, mi mayor preocupación era responder lo que yo creía que la otra persona quería escuchar de mí. Y me encontraba en un aprieto. No tenía ni idea de qué podía esperar de mí ese tipo.
Respondí lo más tonto que se me ocurrió:
—Busco encontrar algo… No sé qué… Busco encontrar…
El tipo sonrió. Sin darme cuenta, había dado con la boludez que él quería escuchar.
—Buena respuesta...—dijo—. Te va a encantar nuestra movida… Puedo equivocarme, pero me parece que la vas a pasar muy buen con nosotros…
Mientras esperábamos a los demás me contó un poco cómo era el taller, en qué consistía.
—No trabajamos con consignas… —me dijo—. La primera media hora vemos un poco de teoría. Estrategias de escrituras, estrategias de lectura y demás… La hora y media siguiente es pura producción. Todos escribimos, incluso yo. Y en lugar de consignas usamos distintos tipos de estímulos. A veces hacemos veinte minutos de meditación, a veces escuchamos música, otras veces vemos diapositivas de obras pictóricas, o cantamos, o tomamos un tecito de floripondio… Ojo, nunca vas a estar obligado a nada. Yo sólo brindo una guía, pero si no querés seguirla y de pronto no querés meditar, o no querés escribir, o no querés tomar el té, no importa. Acá sos absolutamente libre de hacer lo que quieras…

Los demás integrantes del taller llegaron tarde, después de las diez y veinte. Me encantaron. Todos eran menores de veinticinco, como yo. Y todos, al igual que yo, parecían odiar la formalidad del mundo. Había una chica rapada, otra dark, otra con el pelo teñido de violeta, un pibe que tenía las uñas pintadas de azul, otro pibe parecido a Cerati, con el pelo como lo tenía Cerati en esa época, y un gordo de más de ciento cincuenta kilos que se vestía con ropa de motociclista.

El profesor me presentó, ellos se presentaron conmigo, y luego de hablar un rato sobre el minimalismo, unos quince minutos, la chica rapada puso música de Nick Cave y apagó las luces. Quedamos en penumbras. Entonces todos empezaron a bailar, con los ojos cerrados, cada uno por su lado, como a la deriva. Como mi timidez me impedía quedarme quieto mientras los demás se movían, me puse yo también a bailar del mismo modo que bailaban ellos.

De pronto escuché roce de ropas. Abrí los ojos y vi que el gordo, la chica rapada, el profesor y la chica dark se estaban desnudando.
—No tengas vergüenza, Martín —me dijo el profesor. —Solemos desnudamos para escribir. Es una experiencia alucinante.

Yo no quería quedar como un tímido, como un traumadito, así que seguí la corriente y me saqué la ropa. Era un papelón estar vestido entre gente desnuda, y yo no quería hacer un papelón. Recién cuando me quité el canzoncillo me di cuenta de que el chico de las uñas azules y el chico parecido a Cerati seguían con la ropa puesta. Por lo tanto, no hubiera quedado tan mal que yo no me desnudara.

Luego de estar un rato más bailando, la chica dark prendió las luces y de inmediato todos se pusieron a escribir. Como poseídos. Como autómatas. Y yo me sentí perdido. No tenía una sola idea, no sabía qué hacer, por dónde empezar, y además estaba literalmente desnudo, con la birome y el cuaderno como adornos.

A los cinco minutos tuve ganas de salir corriendo de allí. Me sentía mal, muerto de vergüenza, y más lejos de la escritura de lo que estaba antes.

A eso de las once de la noche, cuando ya me había cansado de garabatear tonterías y de pensar modos de irme de allí sin quedar mal, el profesor dijo:
—Bueno, por hoy vamos dejando…

Y pronto todos se vistieron, comentaron un poco lo bien que se habían sentido, hablaron del buen clima que se había generado, yo fingí estar “muy movilizado”, y luego nos despedimos. Me preguntaron si el próximo martes asistiría y dije que sí, y me fui.

No bien llegué a mi casa intenté escribir un cuento sobre lo que había pasado en el taller, pero no pude. No me salió una sola frase. Esa noche estaba condenado a los garabatos. Me fui a acostar y cuando me saqué la ropa para acostarme descubrí que me había dejado olvidado el canzoncillo en el taller, tirado sobre el piso.

Primero me dio vergüenza, mucha vergüenza, después risa, mucha risa.

Pensé que perder el canzoncillo en mi primera experiencia en un taller literario no era un detalle menor.

Y luego pensé que quizás era eso, justamente eso, lo que yo había estado buscando desde que empecé a escribir y a soñar con las vanguardias.